viernes, 1 de abril de 2011

El puerto color marrón

                        Ámbito cultural
                 Crónica


A pesar de que el mar tenga el mismo sabor en todo el mundo, la mayoría de colombianos prefieren los destinos más conocidos. Una mirada a otro lugar a bajo costo no caería mal.
Marcela Ortiz Escobar  Enero 24 de 2011

En la capital del Valle, las mujeres negras caminaban imponentes, quizá a su sitio de trabajo, a dar un paseo o simplemente iban a las tiendas por un poco de arroz.  Dejando atrás la feria que se despidió con Piero, el cronograma decidió dar un giro inesperado.

El jueves 4 de enero Buenaventura esperaba. Desde Cali se sale hacia el norte cogiendo el camino ‘Vía al mar’.  La carretera no consta de doble calzada y delinea ambiciosamente el costado occidental del Valle.  Millares de tractores y camiones de carga pesada pasan casi abrazados a los carros particulares que parecieran personas al lado de King Kong.  

Algunos caleños y bogotanos advierten sobre la inseguridad del puerto, de los más enigmáticos de Sur América. A pesar de que eran las 9:00 am el sol picaba como de medio día. El rio ( ) corría seco entre su ancho camino, acompañando a los obreros e ingenieros que preparaban la ampliación de la carretera.  Pasados los cuatro túneles, el conductor, un valluno niche, bien vestido y con su camisa sin desapuntar anunció mientras señalaba: ‘si se inclinan bien, ahí pueden ver el mar’.  

Buenaventura empieza con la presencia de un hipermercado Éxito recién construido de dimensiones considerables.  El resto de las construcciones constan de casas sencillas de pintura pálida y desgastada,  no más de cuatro pisos, y uno que otro apartamento remodelado con balcón de barandas tipo barroco.  “Si te vas para allá, vos te darás cuenta que los que remodelan o tiene equipos de sonido que ayudan a sostener el techo, es porque se ganaron esas cosas por comisión de la mercancía que llega de Asia o a veces por torcidos”. 

En el terminal, una construcción de hace no menos de 30 años, un arrume de cubículos (flotas para Ipiales, Choçó, Tumaco, Cali, Jamundí, Armenia etc…) son atendidas por mujeres taciturnas que contestan a las preguntas con una serenidad que a veces pasa por desinterés. Más de un grupo de gente se acostumbra a jugar parqués al frente de los cubículos. Algunos apostaban dinero ($2.000 pesos, $5.000 pesos), se animaban y se reñían con palabras inentendibles como si pudieran detener los minutos y olvidar en horas laborales los problemas y las responsabilidades.  

Un muchacho de camisa polo y sandalias  “¿Para dónde van? Ustedes se ubican aquí? " Enseguida sacó de su bermuda un carnet amarillento y deteriorado de su labor de guía turística.  Gritos, sugerencias, ofrecimientos se empiezan a oír en el módulo de los ticketes para las islas aledañas.  Juan Chaco, Pianguita y La Bocana, son algunas de las islas más visitadas desde Buenaventura.  Andando hacia el puerto, José explicaba la distribución de la ciudad haciendo amplios ademanes con las manos.  Si no se le hubiera preguntado por La Galería, nunca nos la habría mencionado.  En Buenaventura, los habitantes tratan de ofrecerle al turista cosas similares a lo que podrían encontrar en el Atlántico, como esforzándose por estar a la altura, sin saber que su altura está en su rusticidad y la sencillez, en no encontrar confort.



Al llegar a un de los alojamientos de Hoteles Estelar, José aprovechó la ausencia momentánea de mi hermano “ese es tu novio? Ahh tu hermano.  Tu eres muy bonita, no se ahorita te doy mi correo y nos escribimos porque de verdá que si me gustaría seguir hablando contigo, para cuando vengas,  nos vemos”.  Dentro del hotel, el muchacho le habló a la recepcionista para permitirnos sacar fotos. La muchacha un tanto escéptica lo permitió. El Hotel Estación, una construcción original de mediados de los años 20, es el único sitio con caché de la ciudad.  Su piscina conserva un estilo ochentero propio de su última remodelación, bordes redondos y azules pálidos.    En dicha área familias adineradas o acomodadas bebían whisky, en otra mesa hablaban de negocios con relojes dorados en sus muñecas.


Una vez llegando al puerto con destino a la isla Pianguita ($12.000 pesos ida y vuelta por persona),  se divisaba en  la arena oscura  zapatos viejos, restos de objetos de balsas, un brazo de una muñeca, plásticos de piezas irreconocibles y el mar que llevaba en sí una marea calmada. Los trabajadores del puerto, jugaban dominó en las coloridas casuchas laterales del puerto (lugar de descanso para los trabajadores de las lanchas o los buques de carga o del mantenimiento del puerto). Una aglomeración de de personas atacaban a los turistas ofreciéndoles gaseosas, cervezas.  José que hasta el último minuto acompañó a los turistas, pidió de manera amistosa un billete más largo.  Al menos quince hombres coordinaban la subida a las lanchas. 

Una grupo de personas provenientes del extranjero sonreían mientras que esperaban su turno al igual que varias familias provenientes de pueblos del Valle.  Un hombre hizo un ofrecimiento de cervezas Poker que sacó de una nevera de icopor.  La vivéz del hombre del pacífico no es tan desarrollada como en otros destinos turísticos más acordes con la comodidad, mientras que una Póker puede costar $5.000 pesos en las playas de Cartagena, allí la cobraban a $2000 pesos, más económica que lo que cuesta en una tienda de barrio en Bogotá.

Una vez en la isla Pianguita, esperaba otra aglomeración de colaboradores que iban coordinando la hora de llegada de la lancha y cuántas personas se irían a subir en esa lancha de vuelta.  Todos hablaban al tiempo, unos tenían más autoridad que otros, pero pese a su seriedad, su amabilidad era tangible para los turistas. Pianguita es una isla curiosa.  La sensación es poder ser libre pero a la vez la sensación de poder ser vulnerado de alguna manera extraña.   

Las familias que gozaban de las pequeñas olas marrones, no prestaban demasiada atención a los demás turistas.  En vez de oírse acordeones en los bafles de los kioscos y restaurantes, se oían timbales salseros. El sol se esparcía generosamente por toda el área antecedido por una nube uniforme y delgada que hacia que nada se rostizara.   El pasatiempo de los niños eran las canicas, el de otros niños era vender las cocadas que sus madres hacían. Con atención se hablaban entre sí para planear por qué sitios pasarían a vender las cocadas sin terminar juntos en el mismo lugar. Sin insistencia, se ausentaban cuando las personas les decían ‘No, gracias’.  La playa no atestaba de gente, ni tampoco  se  avistaban  arribismos ni cachondeos.  Nisiquiera los dos gigantes buques que se divisaron desde la isla alertaron con ruido.



La pintura dominante para sus estructuras era similar a las casas san andresanas.  Los albergues eran hoteles con siete habitaciones, algunos eran construcciones de tres pisos. Las puertas de las pequeñas habitaciones se dejaban abiertas, por lo que se divisaban hombres o mujeres recostados con sus brazos o piernas colgando y observando a quienes los observaban de lejos sin alegar o sentirse intimidados. La noche se cobra a $40.000 pesos por persona, incluido el desayuno. En los restaurantes por un costo promedio de $20.000 y $30.000 mil pesos se disfruta de mariscos, arroz endiablado, camarones con panela helada como refresco y sopa de entrada. Los mismos que coordinan las lanchas trabajan en los restaurantes y así mismo prestan el servicio de guardar las maletas en el lugar sin costo alguno. 

En Buenavenura, se aprende a no tenerle asco a las arenas negras y si el mar se saborea, se confirma que su sabor es igual al de las playas blancas. Cuando la lancha nos devolvió al puerto el hombre que la tripulaba, mientras le suministraba combustible decía en voz alta y con una amplia sonrisa en su cara: “esta es como mi hija, yo se qué cantidad de gasolina necesita para que no me falle. Yo no necesito medidor, yo le he dicho a Juancho que ese combustible no le sirve a la de el, pero el no hizo caso y se le varó qué día. Es porque el no la considera algo suyo”.

De vuelta, en los muros llenos de muzgo que dividen la playa de tierra firme, unas madres se arrumaron con sus hijos para que estos pasaran la tarde tirandose al mar.  Algunos niños de no más de doce años hicieron clavados dando dos botes en el aire y rápidamente salían del agua para repetir el ejercicio. Sus madres, sus vestidos bien lavados y planchados, los miraban  sin sorpresa aparente con . Los hombres ya no estaban jugando dominó en las casuchas. El sol se despedía y el puerto se empezaba a tornar diferente. Las últimas lanchas salían y se devolvían con turistas a las 5:30 pm.

Durante el recorrido no se experimentó ningún hecho desagradable. Los ajustes de cuentas no estaban previstos por el destino o por los ‘duros’ para ese día.  El puerto marrón no es un campo de batalla constante, ni tampoco sus carreteras.  Por $200.000 pesos, los turistas que buscan diversión en una forma diferente pueden encontrarla por dos o más noches  sin esperar lo peor siempre.




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