sábado, 10 de abril de 2021

Persiguiendo la metáfora del esférico



Por: Marcela Ortiz Escobar

Cuando pequeña pensaba que Maradona era un nombre, pero luego, cuando escuché el nombre completo pensaba que el apellido Maradona solo podía tenerlo una persona en el mundo, un apellido inventado y fonéticamente teatral. Inclusive lo confundía con Madona, alguna que otra vez dudé si Maradona y Madona eran la misma persona.

De ahí en principio, desde esa experiencia radiofónica, y de conversaciones sueltas de adultos supe de la existencia del tal Diego Armando Maradona. Pero yo me la pasaba dibujando y no me gustaba el fútbol y no me gustó durante muchos años. En la familia decían que probablemente yo iba a ser artista. Me gustaba dibujar caras y cuerpos de hombres, hombres en situaciones de lucha, en la cárcel, me gustaba dibujar a Pedro Picapiedra en su troncomóvil, y así mismo me gustaba dibujar artefactos.

En el otro colegio, con pésimas calificaciones producto de mis problemas con las matemáticas y mi timidez, jugaba en los recreos a encontrar cuerpos enterrados y objetos. Me inventaba tramas inspirada en Scobby Doo. Tenía dos amigas a las que les animaban mis juegos y compartían. Dibujaba planos donde aseguraba que en la cancha de basket había enterrado un cuerpo. Dibujaba también a toda la pandilla de Scobby Doo y les decía que nosotras éramos ellos y que debíamos ser valientes. Para mi la valentía era poder trepar con mi cuerpo y mi fuerza a lo desconocido.

A varios meses de la primera comunión y con el pensamiento perturbador que me generaba el vestido blanco, planeé robar la cafetería, robarme toda la plata que ni siquiera guardaban en alguna caja sino que la ponían en una bandeja. Quizá quería romper esa línea de cotidianidad que envolvía los colegios femeninos, reproducir tramas de películas, o quizá, la necesidad de cruzar una línea desde mi cuerpo porque yo quería jugar, y quizá, gustarle a Angélica, la niña del salón, saber que podía gustarle si le mostraba lo que disfrutaba hacer con mi agilidad y mis deseos, y si no se daba, que era lo que siempre pensaba, robar la cafetería me iba a marginar en un refugio donde me escondería para inventar lo que me hacía falta.  Solo recuerdo las palabras que Chelita, la rectora del colegio, luego del suceso: “en mi vida había visto algo así en este colegio!”. Sin embargo, con compasión, porque la compasión viene de la religión, me dieron otra "oportunidad".

Hice al año siguiente la primera comunión. Dentro de esa seda blanca, encajes y con la medallita de la cruz, con mi bozo sin depilar, nariz algo chata y con la piel más trigueña de como soy ahora, tomaron la foto grupal al frente de la iglesia. Lo de menos era la incomodidad del vestido, lo más perturbador era personificar el papel de mujer genérica y heterosexual en un vestido inmaculado que cumplía el papel de la pureza, el ser blanca sin serlo.  Lo bonito de ese día fue la fiesta en la casa. No pasó ni una hora (mucho) cuando me quité el vestido, me puse los jeans y la camiseta de las tortugas ninja de uno de mis hermanos. Correteamos por toda la casa con mis amigas y una prima, juegos brucos donde yo quería liderar, correr rápido, tener fuerza. En la casa me sentía en una especie de estadio.

En el 93 conocí a Maradona, es decir, vi por primera vez su cara y su cuerpo en muchas fotos de revistas y periódicos viejos. Las fotos que veía de el era su cuerpo congelado en el aire, como si se estuviera dirigiendo a algún recinto en el cielo y su cara evocando un placer supremo. Sus piernas embarradas y mi extrañeza de pensar cómo un hombre podía ponerse algo tan incómodo como los guayos para correr y manejar un balón, pues los veía como un par de baletas apretadas y pequeñitas, como las baletas de ballet.

La tarde de las famosas eliminatorias, luego del 5-0, y con la canción Soy colombiano entremezclada con la algarabía de los presentes en el estadio y la euforia de los comentaristas y los ruidos de la calle, en el Sony Triniton vi a Diego de pie y aplaudiendo en la tribuna. Los locutores lo nombraban con orgullo. Hice corto circuito porque pensé que Diego era en realidad colombiano, porque asociaba los aplausos a la nacionalidad y a la felicidad. Interpreté la escena como la quise interpretar porque a los adultos nunca se les entendía nada. Tampoco entendí el porqué de Diego en la tribuna y no en la cancha. Sabía que no era una opción no seguir escuchando sobre él porque su imagen aplaudiendo se repitió en todo lado. Se había convertido en parte de mi atmósfera, pero una atmósfera que cómodamente también podía ignorar, como los bogotanos que podemos vivir a pesar de Bogotá.

Tras un par de años en ese colegio del que fui echada, donde quise efectuar el robo del siglo y desenterrar cadáveres, me matricularon de afán a otro colegio femenino y religioso, era el único donde me recibían en esas fechas tardías de febrero. Y sucedió lo de siempre que no era suficiente para que sucediera: el deseo. María Elvira me gustaba mucho. Los días que no iba al colegio, fingiendo estar enferma porque la vida me sabia a mierda, me iba al cuarto de mis papás a las 3:30 pm de la tarde con los binoculares para verla bajarse del bus del colegio y entrar a su edificio. Vivía en un barrio cercano cuyo edificio lo veía de frente. Luego en mi cuarto ponía el cassette de Enrique Iglesias y ponía Por amarte.  Pero yo era fea y era mujer y me gustaba otra mujer. Y Enrique Iglesias era guapo y era un hombre heterosexual, y Maradona, Maradona fue el hombre que ya no jugaba casi al fútbol pero que seguía nombrándose y evocándose en situaciones, porque su cuerpo logró cosas, y yo quería que mi cuerpo también lograra cosas, y lloraba en mi cuarto debajo de las cobijas o al lado de la ventana porque era mujer y amaba a una chica.

Llegó el mundial, de Francia 98 y Ricky Martin sonaba hasta en la sopa. Coca Cola, El Espectador y El tiempo regalaban balones con el símbolo del pajarraco. Colombia iba a jugar y por eso era el revuelo. Yo tenía un conflicto porque nunca asocié un balón de fútbol con una falda y le sumaba el hecho de que nuestro uniforme era espantoso, era como el vestido de una muñeca de los años 40, entonces yo no sentía ganas de patear un balón con ese uniforme porque me sentía ridícula y las chicas terminaban usando el balón para jugar ponchados. Yo prefería jugar a la cárcel con otras chicas porque me gustaba ser guardia y aparte porque siempre teníamos la trama de que las reclusas se desmayaban y yo y las otras guardias teníamos que auxiliarlas, entonces podía auxiliar a María Elvira y poder sentir que me necesitaba.

Cuando llegaba a la casa y escuchaba en el TV sobre la participación de Argentina en la copa, yo daba por hecho que el tal señor Diego Maradona iba a jugar, porque se había vuelto anacrónico, omnipresente en el sonido del apto donde yo habitaba y a los demás lugares a donde iba. Total yo no sabía nada de fútbol pero sabía que Maradona estaría presente de cualquier forma.

Con el tiempo me encontré con el microfútbol y la guitarra en el último colegio mixto donde estudié. Como nunca dejé de ser la retraída y “malgeniada” del salón, sabía que en algún lugar yo podría imponer mi bronca y tal vez mi amor de manera colectiva. Empecé a componer música y a relacionarme con ese balón pequeño pesado y deshilachado. Ana María, mi nuevo “amor” me había dicho con enojo una mañana de lunes, que me había comportado como una lesbiana ese domingo anterior porque mientras que hacíamos un trabajo, nos dio por tomamos una botella de vino blanco que había en un mueble de mi casa y de ahí que me animé a abrazarla y a decirle que era linda.

Lo de menos fue haber sentido su cambio de actitud, lo perturbador fue haber experimentado la violencia que Ana María había ejercido sobre mí. Ana María la amiga genial con la que nos sentábamos en el recreo a escuchar rancheras chistosas en am en el walkman y de la que me había enamorado irremediablemente, había violentado como tantas situaciones lo habían hecho conmigo, mi cuerpo y mi existencia.  

Inscrita ya en el torneo de micro femenino pude acceder a ese terreno de hombres y supe por primera vez cómo el corazón se hinchaba y la sangre corría caliente a medida que la mente dominaba el balón. Había solo un objetivo, la malla, el arco, y de repente el dolor y la culpa se borraban o se transformaban en conquista, en una gloria de recreo.

Maradona y Corea/Japón 2002 retumbaban por alguna razón pese a su ausencia de las canchas y mi desinterés con ese mundial. No sabía dónde estaba el, porque nunca me interesé en el, pero su apellido era algo similar a escuchar en la cultura popular el “padre nuestro” o escuchar el pronóstico del clima. Maradona era la selección de Argentina, la de Colombia, era el nombre y el apellido. Inclusive cuando me hice hincha de River, recinto donde nunca figuró Maradona, se evocaba sin que necesariamente lo nombraran.

Entendí que él era el fútbol y que era un cuerpo que el pacto de hombres legitimaba, incluso cuando no se le veía, incluso en mi desinterés hacia él. Y yo, por otro lado, experimentaba lo que era tener un cuerpo herido, una identidad sobrepasada donde en la cancha de micro podía ponerme a bailar y decir mentalmente ante los gritos de las barras “esta soy yo, y este es mi cuerpo siendo rudo, y vertiginoso” porque no es lo mismo ser un hombre heterosexual débil en la cancha que ser una concha teniendo destellos con el balón. Pero yo no quería ser como los hombres, quería ser una lesbiana donde el mundo estuviese construido también para mí.

Años después me vi muchos partidos de la Argentina de Maradona. Traté de hilar todo lo que sucedía con el, era demasiado, abuso de drogas maltrato a mujeres, fútbol, camiseta, gloria, programas de TV, Chávez, Fidel, la pelota…La pelota era la revancha colectiva, la guitarra era mi revancha en solitario, moldear el lodo de las frustraciones en música y luego con compañeras pactar una gloria en el recreo a través del balón. Y me corrieron del espectáculo, ni al escenario en semana cultural pude subir con mis composiciones, y tampoco las chicas y yo ganamos nunca medalla de microfútbol.

El fútbol no me resolvió nada pero me prestó un escenario de cuerpo y rabia. Siempre he necesitado de esa línea recta que trazaba Maradona para saltar y tocar el cielo con las manos o al menos personificarme en esa metáfora. Murió el tal “Dios”, el hombre cis que hizo cosas incomprensibles con el balón pero que desde hace unos años me hizo comprender todo. Lo que se viene es la tesis de nuestro cuerpo, el cuerpo de las mujeres, y de ahí no va a salir nadie vivo, para bien.