miércoles, 23 de agosto de 2017

La soledad de la salud mental


El celador del edificio me indicó que tenía que comprar el bono a una cuadra de allí. Salí de afán sin haber llegado tarde. Mi pie derecho se metió bruscamente en un hueco de una calle destapada lleno de agua negra. Le eché la culpa a Carolina porque me comió la concha y me besó sin sentir nada por mí y yo todo por ella. ¿Afán de cumplir con una cita o afán de no sentir dolor?. Pagué el bono y me devolví observando un asadero seguido de otro, con pollos cuyas piernas parecían glúteos humanos en lecho de muerte. 


El agua dentro de mi zapato me había descolocado de la idea romántica de la psiquiatría; un Lacan que habla del estadio del espejo o una sesión de regresión en sofá de cuero mientras se descubren cosas reveladoras del inconsciente. Recordé mis primeras citas al psicólogo cuando tenía ocho años. En las sesiones que, iban a resolver problemas "preocupantes" como: timidez, desinterés por hacer los ejercicios de clases, convencerlas de buscar esqueletos con "mapas" que yo diseñaba, me resultaba enfocando más bien en esperar a que mi papá me recogiera para convencerlo que me comprara el chicle Bubble Tape en forma de cinta sabor a uva que costaba 800 pesos. Y así, con esos deseos de comer productos que se asomaron en aras de apertura económica, evadir el hecho de que todo conmigo estaba "mal" solo por querer imitar capítulos de Scooby Doo. 

 Ya cuando esa inocencia cobró forma de dependencia con el alcohol y pérdida de fe en la vida, contacté a un tipo que tenía su oficina en la 85 con autopista, la cual estaba decorada con velas de colores, inciensos y espejos pequeños en la pared en forma de sol tipo horóscopo. Según él, si el paciente hablaba con confianza, no había necesidad de "extender" a más de cinco minutos las sesiones. Entonces las terapias resultaban siendo monólogos afanados interrumpidos por un par de preguntas parecidas a las que hacen los amigos. Al final me “obsequiaba” tarritos con agua sacada de volcanes para la canalización de energías. Me despedía sin haber entendido los ejercicios empíricos mientras sacaba los muchos tantos billetes de $20.000 pesos para pagar la consulta a su secretaria. 

Pero de nuevo, estaba a punto de entrar a otra consulta de psiquiatría, esta vez por seguridad social en la Unidad Salud Mental de la calle 166 con cra 22. Me senté en la sala de espera en compañía de otros pacientes de diversas edades cuyos silencios eran ensordecedores. Personas mayores, desorientadas, que desconfiando del megáfono o de las voces de los llamados, se levantaban sigilosos a fisgonear los consultorios pese a que la recepcionista les recordaba la hora de sus citas. Una mujer de mediana edad se balanceaba para acomodarse en la silla setentera de pasta blanca percudida. Me veía a mí misma ridícula pero maltratada, entonces ratificaba que era necesario estar allí. 

Un señor dobló delicada y ordenadamente un periódico El Tiempo para leer un artículo específico. La mujer que lo acompañaba le aconsejaba: "Mauricio...Hágame caso ola! ¿usted sí le dijo al doctor lo de la otra vez? lo de la tembladera? mire que entonces para qué venimos aquí...Aghh no...¿Se tomó las vitaminas? ahí las dejé en la mesa de la sala…Mauricio?". Pero el hombre continuaba leyendo el artículo como si se tratara de un secreto de estado o de un secreto familiar estremecedor. 

Un grito repentino y firme me hizo saltar; un niño de unos doce años pronunció una palabra incomprensible alargando todas las vocales. Su madre en silencio, solo lanzó una tímida y fugaz mirada a las demás personas, como avergonzándose de una situación que no tenía remedio. Una niña de unos diez años se inclinó para observar al chico con atención, como si estuviera mirando un afiche informativo. Una mujer y un muchacho entraron al edificio en dirección a la recepcionista. Mientras que la mujer le peguntaba algo a la joven, el muchacho empezó a mover la cabeza en señal de negación: "No, no...no! Por favor perdóneme, perdóneme en serio! Se lo pido…", "Rodrigo, tranquilo", le dijo la recepcionista. El joven tenía los ojos muy abiertos como si viera aproximarse una desgracia. Iba de aquí para allá, mirando hacia los consultorios, metiéndose y sacándose las manos de los bolsillos, siempre alerta. Su madre sacaba papeles de su bolso mientras se los entregaba a la recepcionista y esta le respondía: "Clozapina, sí, yo me acuerdo que la doctora cambió la dosis. Si quieren siéntense y esperen a la doctora y le comentan la cuestión". 

Imaginé la constante amenaza que protagonizaba la vida de Rodrigo ¿Cómo se puede vivir de tal forma en la que desde que uno se despierta hasta que se duerme, siente una sombra detrás con el deseo de hacer daño? Rodrigo continúa inclinándose para adelante y para atrás en la silla que ocupaba escasos segundos. El hombre del periódico seguía sumergido en su lectura y la mujer que lo acompañaba se había resignado con los regaños. Ambos sin aparente interés por la situación de Rodrigo. De nuevo se puso de pie bruscamente y se dirigió hacia la recepción: "¿¿Qué me van a hacer??, ¿¿qué me van a hacer??". La recepcionista le recordó lo sucedido en la sesión anterior con un tono de voz suave: "Rodrigo, fuera que yo no lo conociera...Viera cómo le dejó la manita a la doctora...", "No, mire que yo no sabía...Mire, la policía, se lo suplico, discúlpeme. Pero dígame la verdad, ¿qué me van a hacer?", "Noo, no va a haber policía. Rodrigo usted tiene que entender que a la gente no se le trata así...". Su madre, quien le hacía escasos y resignados llamados de atención a su hijo, solo se enfocaba en hacerle preguntas de tipo burocrático a la recepcionista y esta contestaba al tiempo que trataba de controlar a Rodrigo: "Ahí ya tendría que comentarle a la doctora lo de la Clozapina, para ver si autoriza ese examen". El muchacho de aquí para allá le hizo otra pregunta: "¿Qué van a decir en la sede administrativa??, ¿qué me van a hacer??"

Un vendedor de piña y chontaduros con la camiseta de la selección Colombia, pasó con su carreta afuera mirando hacia el recinto de la eps: "fresca la piña, a buen precio, aproveche que está bien jugosita. Aproveche, acérquese y pruébela…", la voz del megáfono se iba desvaneciendo como un eco en la distancia, y la sala de espera, que guardaba sepulcral silencio, volvía a escuchar: "¿qué me van a hacer?....". Pude notar que esa pregunta que repitió unas diez veces la pronunció con una entonación que daba la sensación de ser la primera vez que la formulaba. Como si el mismo olvidara el sentimiento anterior y fuera un constante reset para volver a tener el mismo sentimiento, como si no existirá la memoria. “Marcela Ortiz, consultorio 201. Marcela Ortiz consultorio 201”.

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