martes, 27 de enero de 2015

El sol marrón de Acandí


2014



Otro día laboral empieza al frente de las tiendas donde venden Costeñita y prestan servicio de baño a 500 pesos sólo para orinar. Un experto en preparar jugos para la impotencia, descalzo y advirtiendo que iba a pagar en otro momento, se acercó para pedir hielo, ingrediente esencial para sus famosos jugos que consisten en cola granulada, vino sansón, borojó y huevo de codorniz.

Luego llegó el caminante, un tipo alto, de mirada penetrante y en estado de ebriedad. Tras dar a los transeúntes y turistas, percepciones de la vida, hizo un gesto altivo y preguntó con tono de profesor: “¿en qué barrio queda en la calle 19 con carrera 19??”. Ante las respuestas erróneas de las pocas personas que le prestaban atención, prosiguió: “el barrio se llama Santa Fe” “¿qué barrio queda en la carrera 19 con calle 151??”. Sus preguntas no parecen ser escuchadas por un anciano que mira con seriedad y atención jugadas de Messi en el televisor de la tienda, como en un estado de hipnosis. Según el tendero “al caminante ni los negros lo quieren porque está loco”. Luego, el amanecido, como si fuera un niño que tuviera miedo de perder algo, expresa con nostalgia, mirando hacia un punto en el cielo: “yo habría llorado si no hubiera conocido Bogotá”.



Minutos después, cruzando la calle llena de huecos y de comerciantes, turistas, habitantes de la zona, entre otros, esperan para el llamado a abordar a las lanchas rumbo a Capurganá.

En la bahía rústica y llena de gente que abre paso con sus costales o maletas grandes, una urabeña sin megáfono llama lista a gritos para el ingreso. Dos policías se encargan de verificar las cédulas, procedimiento para comprobar que no haya personas que busquen llegar ilegalmente hasta los Estados Unidos. Botellas viejas de whisky imitación de Old Parr, botellas de agua y de té, flotan siendo parte del paisaje. Los barcos pesqueros y de mercancía, grises, lúgubres, con formas cuadradas y barandas de madera desgastada, atracan o zarpan silenciosos cerca a las lanchas. El óxido de su fachada combina con el tono marón y gris del pueblo de Turbo.


Las lanchas con su pintura desgastada salen del puerto contando con un tiempo de marea alta que prima en diciembre y enero. Muchos chalecos tienen los broches dañados. Las maletas de los pasajeros se amontonan en la popa sin haber un compartimento especial para meterlas. Una bicicleta de niña es puesta encima de todo el equipaje sin ser amarrada. El conductor, con gafas oscuras y con guantes de montar bicicleta, maneja con una amplia sonrisa incluso cuando los saltos y la turbulencia empezaban a poner nerviosos a todos los pasajeros.

El ayudante, descalzo, se pasea hábilmente entre la popa y la parte de atrás. Sus pies grandes articulan los dedos de manera que parecieran dos manos sujetando los bordes de la lancha sin ser mínimamente sacudido por los saltos. Tras la ruptura de un espaldar del puesto delantero, una muchacha sufre un ataque de nervios halando al ayudante con sus manos implorándole que fueran más despacio. El sólo se limita a decir: “ya vamo a llegar”.
Las tormentas del golfo de Urabá son violentas, de gotas gruesas y abundantes. Pueden durar entre cinco y ocho horas. A pesar del clima que se desata, los habitantes del pueblo junto con europeos radicados en el pueblo, saludan amablemente ofreciendo el servicio de clases de buceo y hospedaje.

El pueblo cuenta con alrededor de trece hostales a precios bastante razonables. Entre $15.000 y $50.000 la noche, algunos de $15.000 pesos, incluso, con baño dentro de la habitación. Los almuerzos son la dieta típica de las costas; patacón, arroz, ensalada, pescado al gusto, sopa de pescado, limonada hecha de panela y mango, y como aderezo, limas de tamaño pequeño en vez de limones. Estos tienen un costo promedio de $10.000 pesos en casi todo el pueblo.

La lluvia hace que muchas calles se inunden, algunas de ellas, calles empedradas. En dichas piscinas marrones los niños juegan normalmente o siguen su rumbo despacio en bicicleta, como si esa lluvia épica fuera el equivalente a sentir viento en la piel, una postal típica del Chocó. Dichas calles se adornan de locales de sandalias, camisetas del Atlético Nacional, imitaciones de grandes marcas, venta de carcasas y recargas de celulares y negocios de Super Giros del Chocó. Los restaurantes de comida rápida no preparan los perros calientes con la misma agilidad que en Bogotá. Su preparación puede durar quince minutos.

Las playa principal, suele tener sillas disponibles, siendo propiedad de nadie, y así mismo son usadas por los que las necesiten sin esperar el típico acoso cartagenero por el costo del uso. Son mínimos los vendedores ambulantes y en ocasiones inexistentes, salvo alguna que otra mujer que sutilmente ofrece servicio de masajes.

La discoteca del muelle y en general todos los bares de la playa ponen vallenatos, champetas y reguetones, la mayoría, cantantes desconocidos en Bogotá.

En la panadería con televisor, al frente de la cancha de fútbol casi siempre inundada, se encuentra reunida una cantidad considerable de personas, todos, con sus respectivas camisetas del Nacional de Medellín. Sentados en sillas Rimax desde fuera del local, presencian la final de la copa Suramericana. Algunos hinchas intentan callar respetuosamente y con pocas palabras al pesado del barrio que silba a modo de celebración y jocosidad el segundo gol de River Plate. Otros simplemente lo ignoran dando bostezos a modo de resignación. El equipo millonario se coronó campeón.

¿A qué le temen los habitantes de dichos pueblos? A pocas cosas. Tampoco tienen muchos mitos, salvo lo que algunas abuelas cuentan a sus nietos sin tener las historias de espantos como algo arraigado. Frente a la playa en una caseta, una muchacha que prepara con su mamá y hermano cocteles coco loco a base de panela, café y ron Medellín, dice que la única historia que se conoce es la del espanto que se pega en el pelo de las mujeres que nadan en el mar para luego ahogarlas.

Carlos, de unos quince años, que suele venir a Capurganá a diario a visitar a su hermano, reafirma que no se cree en nada supra natural. Mientras observa el hotel abandonado estilo arabesco que se presume, era de un narcotraficante, dice “hay que tenerle miedo es a un pelado que hace maldades aquí en el pueblo y que está loco” lo dice en tono jocoso mientras que sus amigos se ríen y murmuran sobre la persona en cuestión. “Igual, mami, aquí tampoco nadie puede hacer males. Al que roba le va mal. Ya sabes”.

A Sapzurro se va a pie, atravesando la montaña o en las lanchas que llevan por $7.000 pesos. El pueblo es muy pequeño y con mucha menos gente. Hay lotes de fincas, cuyos dueños alquilan para acampar. El costo es igual al de una noche en un hostal en Capurganá, con cocina y baños, y si se desea, ordenar preparación de almuerzos por $15.000 pesos. También hay construcciones en madera y caña que utilizan como comedores para vender almuerzos. Más adelante hay mercados; uno de ellos donde según el dueño no vendía huevos porque se rompían al ser llevados al pueblo. El pueblo tiene un terreno más blando, es decir, muchas calles o senderos quedan atrapados por charcos hondos que rodean las casas, muchas de ellas decoradas con bodegones y grandes televisores modernos.


En la pared de una cuadra oscura y solitaria se encuentra una pintura esmerada y aparentemente reciente, del escudo de Millonarios de Bogotá, sin haber visto en la región, o incluso desde Medellín, señales visibles de algún chocoano o paisa hincha del equipo embajador.
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La única discoteca del pueblo es en un muelle y tiene un cover de $2000 pesos consumibles. Predomina la venta de cerveza Old Milwaukee y el ron Abuelo. La policía pide amablemente de no dejar botellas tiradas en el piso. Las lanchas estacionadas boca abajo en la playa principal suelen servir a los visitantes para poner a secar sus toallas.

Metros más lejos, por el sendero de la playa pasando obstáculos de piedras marítimas, una mujer argentina mudada hace más de veinte años, tiene su hogar; una cabaña playera de ensueño, donde también vende vinos artesanales, presta servicio de baño ecológico y cuenta con un pozo natural de agua de mar donde las personas llegan ahí a bañarse.

A La miel-Panamá se llega en quince minutos desde Sapzurro por unas empinadas escaleras con la bandera de Colombia pintada sobre todos los escalones. En la cúspide un militar panameño pide la cédula o el pasaporte, anota nombres y hora y devuelve los papeles sin mayores complicaciones. La Miel es un pueblo rústico y enigmático. Unos baños de cemento abandonados que quedan al borde del mar lo hacen ver por un momento como un pueblo fantasma. El agua del mar es transparente y la arena de la playa hace honor a su nombre, Playa blanca.


En una estación de policía son requisados pasajeros de lanchas para verificar su procedencia y su destino. Un outlet se encuentra por otro lado frente a la playa. Venden perfumes, ron Abuelo, Chivas, Red Label y abundantes cartones de 24 cervezas Old Milwaukee. De ropa, camisetas mayoritariamente de tallas grandes con motivos recargados, lentejuelas, letras cursivas exageradas, sudaderas y relojes. Hombres se reúnen a beber y a escuchar vallenatos o en general música colombiana al frente de los negocios. Ni en Capurganá, Sapzurro, ni mucho menos La miel, reciben monedas de $50 pesos, por una razón desconocida para muchos habitantes.


Al finalizar la estadía en las playas de Acandí, y para quienes quieran regresarse en avioneta hasta Medellín, unos caballos prestan el servicio de taxi con sillas Rimax amarradas en la carreta.











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